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Del rostro al objeto o de cómo la epidermis pictórica puede devenir memoria de vida.

Hace algunas décadas que he seguido, como a distancia, el siempre inquieto itinerario investigador de las apuestas pictóricas de Fernando Jiménez (Valencia, 1976).
Inserto, cronológicamente, en el bloque intergeneracional que se desarrolla y conforma a caballo de la charnela relacional de ambos siglos, podemos afirmar que pertenece a una hornada de profesionales de las artes plásticas (a) surgidos en los años de la transición política española, sustentados, por tanto, en aspiraciones / presupuestos de consolidación democrática y de normalizada apertura europea; pero que, a su vez, (b) se vieron asimismo alcanzados, justamente en el momento de su despegue operativo, por la profunda crisis económica y social que, de improviso, se hizo fuerte y crecientemente radicalizada, sobre todo a partir del segundo lustro de la recién inaugurada centuria, prolongándose sus diversificados y contundentes efectos hasta la actualidad.
Subrayo, explicativamente, esta dual influencia contextualizadora –a la que, de forma global, se vieron sometidas estas generaciones de jóvenes artistas– para evidenciar, en cierta manera, el doble carácter vital, que –en líneas generales– podemos aplicarles, en sus respectivas trayectorias, (1) como abiertos y entusiastas experimentadores, en torno a sus obras y propuestas de intervención, por una parte, y (2) de resistentes luchadores, a favor de su personal supervivencia, respecto a los interrogantes del concreto futuro que, por otro lado, les aguarda.
La verdad es que, desde mi atalaya / refugio / trinchera académica y profesional –como profesor de Estética & Teoría de las Artes, de algunas universidades españolas, y como activo crítico de arte, durante el último medio siglo– he podido constatar / seguir el desarrollo secuencial de ambas dimensiones, de efervescencia y de repliegue –en plena contrastación de efectos–, participando, incluso, directamente, como observador testimonial, en esos mismos escenarios existenciales, de alcances cotidianos, referidos a las complejas relaciones entre los dominios de la educación / las artes / el mercado / la sociedad…
Referido tal panorama, precisamente, a la biografía de Fernando Jiménez, desde su emergencia de la Facultad de Bellas Artes de Valencia, pletórico de expectativas y lanzado a la sistemática experimentación de los lenguajes pictóricos –la especialidad por él asumida con responsable convencimiento–, vale la pena recordar la paulatina consolidación de su personal “poética”, trenzada, casi desde el inicio, en torno a las posibilidades del rostro humano, (a) como campo de especial expresividad y (b) como dominio de genuina plasticidad. Es decir, por tanto, que asume / rescata el histórico género pictórico del retrato, a sabiendas de que va a estallarle, entre las manos, (1) como sustentáculo acumulativo de valores vitales y de entrelazados recursos semánticos emergentes y también (2), en paralelo, como plataforma experimental de valores formales y sensibles.
No olvidemos, a fin de cuentas, que toda genuina noción de “poética”, dotada de raigambre personalizada, implica, operativamente, no solo la explícita y consolidada vigencia de un concepto de arte, sino que, asimismo, debe contar con la disponibilidad selectiva de un versátil programa de actuación, asumido con carácter resolutivamente individual y alcance paradigmático, es decir con plena fuerza y alcance identitarios.
Justamente, en esa persistente búsqueda personal de un lenguaje propio, Fernando Jiménez ha ido rastreando, paso a paso, toda una serie de etapas y propuestas pictóricas que –como decíamos– aunque concentradas básicamente en torno al retrato, como campo de batalla expresiva, han sido capaces de definir, sumatoriamente, su quehacer, a partir del recurso diversificado a determinados materiales, procedimientos y técnicas pictóricos, convertidos en diversificadas alternativas / apuestas experimentales.
Hagamos, en consecuencia, un rápido recorrido –a manera de travelling histórico– por tales modalidades operativas.
(A) Comencemos el recorrido por la enfatización del color, en sus estrictas cualidades físicas / estéticas, emergentes directamente de la materia pictórica superponible aleatoria y/o calculadamente al sujet efectivo de la representación –en un juego de explícito metalenguaje / de sobre-pintura, transformada en empaste, textura y/o transparencia–, consolidado, tal hallazgo, por el potente dibujo inicial, como base figurativa constituyente y como verdadero fundamento estratégico. De hecho, se trata, en resumidas cuentas, de un trabajo procesual, que evidencia, en sus acumulativos resultados, la propia historia de la obra, ejercitada –insistimos– en simultaneidad sobre la tensión potenciada entre dibujo y la apabullante expresividad y fuerza del empaste cromático invasor / integrado.
(B) Otra etapa de su investigación será definida, abiertamente, por el recurso a la reivindicación directa de la presencia radicalizada del soporte pictórico, que cobra así, de forma directa, un protagonismo inesperado, a la vez que rompe sus barreras usuales, al ser perforado y sometido a superposiciones parciales, a modo de collage, o incrustado /mostrado como elemento perteneciente al propio bastidor. En realidad, las superposiciones de fragmentos de lienzo plegado y de las maderas del soporte, que emergen y dialogan con las partes sobrevivientes del rostro originario, en la sorprendente lucha compositiva del cuadro, son las que definen, en muchos casos, tanto las claves compositivas como el aventurado devenir de la obra.
Se trató de una persistente reiteración de efectos revulsivos, que se mantuvo vigente toda una serie de años, en las décadas iniciales de su quehacer artístico. Est modus in rebús.
(C) De nuevo, las fases de rastreo sistemático, que han caracterizado el itinerario pictórico de Fernando Jiménez, se ven engrosadas, en esta estrategia de indagaciones acumuladas, con una de las etapas, quizás, más determinantes y fundamentales de esa zigzagueante exploración y el pleno acercamiento a esa “poética” decisiva y determinante, que acabará caracterizándole. Nos encontramos así, dicho escuetamente, con el recurso a la íntima interacción transversal que se aplica / se establece entre la fotografía y la pintura, entre la transferencia de la imagen fotográfica sobre el soporte y la posterior orgía intervencionista de la acción pictórica, perfectamente calculada y sometida a un acumulativo programa de impactos visuales, que enriquecen / definen el rostro, en la plasticidad de su superficie, en los valores expresivos y vitales.
Sin duda, esta etapa de mayor madurez y sagacidad estética ha sido, posiblemente, hasta hoy, la que más logros y reconocimientos le ha proporcionado, a través de sus reiteradas participaciones en la tupida red de concursos y convocatorias municipales y regionales, asumidas como eficaz modo de respaldo cultural, viable para toda una serie de instituciones públicas y privadas, especialmente efectivos en la Comunidad valenciana.
De hecho, hay que reconocer que, en plena crisis, aunque han mermado sustancialmente estos recursos, no han dejado tampoco de propiciar, con su puntual sostenimiento, (a) tanto la red de artistas vinculados directamente a estas modalidades de intervención social –como vía de oportuna contrastación entre las propuestas creativas, coexistentes en cada época–, (b) como la forma eficiente de consolidar el creciente valor patrimonial artístico contemporáneo de las respectivas comunidades, a través del sostenido incremento de las obras depositadas, en los fondos respectivos, gracias a la paralela prestación económica, que los galardones otorgados han ido implicando socialmente, a través de décadas.
Efectivamente, buena parte del desarrollo del arte contemporáneo no ha sido ajena a estos recursos de participación y respaldo, en concretas comunidades, activas en su acción sociocultural.
(D) Bien es cierto que también, en esa diacronía, investigadora, ejercitada por Fernando Jiménez durante décadas, a la que estamos siguiendo en estas reflexiones, ha habido una sostenida vida experimental, incluso más allá de sus estudios sobre los rostros humanos, como obligada referencia de base.
Queremos hacer hincapié precisamente, asimismo, en este apartado, aunque sea de forma resumidamente acumulativa, en los intentos reiterados de evidente acercamiento hacia el paisaje natural o urbano, en sus trabajos. Sobre todo, extrapolando alguna de las fases citadas, en relación al recurso del empaste cromático, en la elaboración de escenas paisajísticas de intensa fuerza contrastada. Quizás era una manera de catapultar las secretas experiencias que supone el rostro como paisaje, que siempre le han atraído, hacia la aventura expresiva del protagonismo directo del paisaje, como meta autonómica. No en vano, personalmente, siempre me ha gustado diferenciar, por convicción, entre lo que podemos entender, desde una perspectiva de género artístico, como “pintura de paisaje” y la riqueza conceptual que supone hablar de “el paisaje (perceptivo y conceptual) de la propia pintura”.
No obstante, estas derivaciones, intermitentes y reiteradas en lustros pasados, aunque forman parte, en efecto, de su personal historia –ahora desgranada, en socorrida brevedad–, pueden considerarse ya, en el contexto cronológico actual, sustituidas por otros intereses, cargados, sin lugar a dudas, de simbolismos y relecturas de honda tradición intercultural, que pueden inaugurar, a nuestro modo de ver, otra etapa diferenciada más y de mayor alcance.
(E) Se trata, en efecto, de esa secreta analogía de base, existente entre los rostros y los objetos, que ha dado oportuno título, precisamente, a nuestro texto actual.
Es curioso, cómo los juegos analógicos, las metáforas y las traslaciones pueden dar paso, en el ejercicio de la actividad artística, en cualquiera de sus modalidades, a determinados saltos cualitativos, repletos de sugerencias y de potenciales inesperadas. Me refiero concretamente, a manera de ejemplar extrapolación, a estas dos imágenes de Fernando Jiménez que tengo, en paralelo sobre la pantalla: Un rostro femenino recorrido, circundado y atravesado por una densa historia de intervenciones pictóricas superpuestas y un ánfora igualmente invadida por las abundantes cicatrices, narrativas de su propia memoria.
Tal analogía no es gratuita ni accidental. Es, más bien, fruto del encuentro –post festum– entre dos momentos revulsivos de su personal quehacer pictórico. No se trata de un salto en el vacío, sino del encuentro, desde la práctica pictórica, con una singular herencia oriental. “Del rostro al objeto”, indicaba anteriormente, para referirme, en clave de resumen, a ese sustancial hallazgo, que ha posibilitado un nuevo y determinante giro a / en sus propuestas pictóricas, las cuales siguen sustancialmente ancladas en la estrecha fusión interdisciplinar, habida entre la fotografía, la pintura y el principio collage, que ha consolidado su programa de intervención, su concepto de arte y su propio ideal de actuación. Es decir “su poética” / su lenguaje artístico propio y recurrente. Efectivamente –como nos recuerda Virgilio, en el motto inicial de nuestra intervención, trahit sua quemque voluptas… Bien cabe afirmar, una vez más, que “a cada uno le arrastra su pasión”.
Por eso mismo, el propio Fernando Jiménez, en su diacronía profesional, ha sabido bien –como tantos otros– hacer suyo el concepto versátil de resiliencia, como efectiva palanca para superar dificultades y salir fortalecido del proceso correspondiente. La vida nos sugiere y facilita tales exigencias / estrategias para sobrellevar la extrema dificultad de determinadas coyunturas, incorporando, incluso, al mapa / archivo de nuestras experiencias personales, las cicatrices, que marcan los puntos clave de nuestra memoria existencial.
Justamente en esta bisagra conceptual, quizás vino a tropezarse, mientras permanecía obsesionado frente a sus rostros –habitados de emociones perceptivas–, con la inquietante y sorpresiva tradición, heredada de la cultura japonesa, propia del Kintsugi. Posiblemente fuera así cómo los rostros devinieron objetos, sometidos a los retoques, imperfecciones, sanaciones, cicatrices, desgastes, intersecciones, huellas e incrustaciones, asumidas como los resultados estéticos de una cartografía pictórica compartida.
¿Cuántas veces se ha hablado de la belleza de las cicatrices, sometiéndolas a una emotiva carga hermenéutica, capaz de alterar nuestra mirada y nuestros sentimientos? Posiblemente, el epítome, por antonomasia, de tal procedimiento, propio de la experiencia estética, sea, ni más ni menos, la noción operativa de Kintsugi, en la que la intervención física es asimismo determinante de cara a la reparación / sanación / memoria / fortalecimiento de la imagen-objeto.
Sin tal proceso explicativo –encastado en el desarrollo de la investigación que, en la actualidad, ejecuta, con entusiasmada resolución, Fernando Jiménez en la Casa Velázquez– no sería fácil acomodar el presente quehacer pictórico en el rosario de las etapas precedentes de su itinerario artístico. Del rostro al objeto… Pero manteniendo sumamente disponible el entramado esencial de sus procedimientos operativos, entre la fotografía y la pintura.
Ahí tenemos justificado el proceso de transferencia de la imagen, sobre la superficie del cuadro, para ser intervenida pictóricamente –en manos del autor–, como un campo siempre abierto fenomenológicamente a la compleja suma de la percepción, la imaginación y la memoria, pero también de la reflexión y el sentimiento… como verdaderas palancas ejecutivas y transformadoras de la acción artística.
Se trata, al fin y al cabo, de poner en valor las cicatrices de nuestra historia y someterlas a la mirada de la ceración artística. Zigzagueando entre las discretas e inquietantes metonimias del retrato y del ánfora, sometidos al proceso del kintsugi, sin olvidar, no obstante, que el mapa narrativo resultante, abierto siempre a la interpretación, nunca es, desde luego, el territorio.
Diciembre 2018.
Román de la Calle