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Los juegos expresivos de la pintura

Román de la Calle – Presidente Real Academia de Bellas Artes de San Carlos

Las propuestas de Fernando Jiménez

La pintura –gracias a sus posibilidades de uso, constitución y presencia– se ha convertido en un medio históricamente empleado para la representación. También lo es y ha sido para la decoración del contexto existencial en el que habitamos, debido sobre todo a sus calidades cromáticas y texturales. Pero entre una y otra opción –quizás huyendo de ambas o revisando a fondo sus respectivas posibilidades de representación y decorativismo– conviene apuntar igualmente la capacidad que ha experimentado la propia pintura para destacarse como protagonista presencial, irrumpiendo metalingüísticamente, sobre la escena de la comunicación figurativa –pintura sobre pintura– y no resignándose tampoco al pasivo alarde de la decoración silenciosa.

Tal irrupción, entendida como metalenguaje, es decir como superposición graduada de estratos diferentes de lenguajes, implica una sobrevenida actividad para la acción pictórica, que con su mera presencia adquiere así una irónica capacidad de juego, una fuerza transgresora que comporta especial expresividad, llamando abiertamente la atención sobre sí misma y contrastando, a su vez, con el entorno narrativo en el que se inserta. Incluso, en alguna coyuntura de las pasadas décadas, se ha calificado de “sobre-pintura” tal procedimiento global, como podemos recordar.
Sin embargo, sabemos bien que esa presencia metalingüística de superposiciones admite experimentalmente estrategias distintas, que pueden ir desde la máxima obediencia a la reglamentada normatividad de la geometría o de los campos cromáticos, hasta la intensa expresividad gestual, los recortes irregulares del vacío, la expansión del grafismo pulsional, las manchas aleatorias de color o el dripping recuperado, enmarcando formas figurativas, por citar aquí sólo ejemplos extremos y fácilmente comprensibles.

Pero, una vez contextualizado mínimamente el tema que nos ocupa, se convierte ya en prioritaria, por nuestra parte, la focalización explicativa en torno a las propuestas plásticas que nos muestra Fernando Jiménez (Valencia, 1976), pertenecientes todas ellas al calendario de su actual producción.
Hace algún tiempo que vengo detectando su constante participación en toda una serie de diferentes concursos de pintura, a lo largo y ancho de nuestra Comunidad. Es éste, sin duda, un modo oportuno –para los artistas– de contrastar sus rendimientos artísticos frente a otros colegas, a la vez que profesionalmente nos facilita la ocasión para que los especialistas tomemos nota de las nuevas presencias productivas que despuntan en el panorama artístico valenciano.

Personalmente he detectado de este modo, durante años, la emergencia de muchos artistas de nuestro contexto, antes incluso de que llegase su sustancial implantación en el mercado. Y no sólo eso, la activación de los concursos permite a las instituciones convocantes, junto al fomento y respaldo de la creación, que de suyo se ejercita, la paralela conformación patrimonial de sus propios fondos artísticos, precisamente en el marco de un mercado que no atraviesa precisamente ahora sus mejores coyunturas. Así nos lo atestiguan y ratifican, de forma evidente, los cierres encadenados de distintas galerías de arte, que se van produciendo, en nuestras ciudades, en un peligroso y preocupante efecto dominó.

Me llamó la atención, una y otra vez, en tales concursos, el descubrimiento de una serie de obras –realizadas con técnicas mixtas, donde se mezcla el óleo, el acrílico y el grafito– de mediano o gran formato (entre 1,80 y 1,50 mts) que combinaban, de manera nada fácil, la figuración humana y ese plural metalenguaje pictórico, del que venimos hablando. Era como si ambas estrategias persiguieran objetivos diferentes, pero se comportaran, entre sí, como tolerantes compañeros de viaje. Bien es cierto que, por una parte, el espacio pictórico deviene espacio de representación con la preponderancia de la figura, pero nunca renuncia a dejar de ser, por otro lado, aquel espacio potencialmente siempre abierto a la irrupción de la pintura como invasión plástica por excelencia.

Es ese doble diálogo y ese bifronte encuentro el que me inquietaba y, a fuer de sincero, me sigue inquietando. A la vez que el dibujo en su sobriedad monocromática, como base del ejercicio figurativo, se acababa codeando con las manchas saturadas de la intensa vivacidad del arco iris fragmentado, en salpicaduras irregulares e inesperadas, donde el blanco respetado de los fondos ejercía su propia dicción caligráfica, para acabar encarnando la presencia superpuesta y hábilmente recortada del vacío.

Diríase que, poco a poco, he ido siendo testigo de una sorda pugna entre ambos principios. Y hasta me alarmaba constatar cómo el color iba apoderándose, sin piedad, de las prestaciones del dibujo, de la representación y de los volúmenes aislados configuradores de los rostros, de los cuerpos y/o de las facciones, formulados todos ellos gráficamente casi como esculturas, pero invadidas de manera paulatina por el aplastante color.

¿Cómo definir, de hecho, contando con estas estrategias potentes de la pintura de Fernando Jiménez, los papeles –sólo en teoría realmente alternativos– de las superficies y de los trasfondos? ¿Cuándo y por qué medios el blanco o el color saltan, de ser parte del trasfondo, hasta colarse entre los elementos de la superficie?

Con todo ello he podido constatar que se apuntaba una curiosa diferencia. No era lo mismo que las manchas e incidencias cromáticas (a) se depositaran sobre el espacio pictórico, sin más o que (b) dichas opciones de color jugaran a través de ciertas pautas de comportamiento entre las figuras o sobre ellas mismas, aunque sólo muy parcialmente, contrastando esa dualidad ya apuntada más arriba, o que (c) el color, como licuándose por completo no fuese ya aplicado en manchas, grafismos o salpicaduras, sino directamente dejado caer sobre las figuras que habitan el heterogéneo espacio de la representación.

Esas tres gradaciones estratégicas las he visto crecer como testigo ocasional, de vez en vez, de propuesta en propuesta, de concurso en concurso. Ahí estaba yo, simultáneamente curioso y dotado de mis propias cautelas, ante el rumbo intermitente que han ido tomando dichos procedimientos, en los trabajos de Fernando Jiménez, implicados en una especie de arriesgada carrera hacia adelante y no sé si también sin retorno. Porque la verdad es que uno pinta, en cualquier juego de inquietas experiencias artísticas, tanto “a favor de” algunas opciones como “en contra de” otras. Difícilmente se puede ser neutral y tampoco considero que estas propuestas de Fernando Jiménez pretendan serlo.

Quien viera sólo formalismos en su producción se equivocaría, pues es claro que la palabra “forma” no sólo dialoga con la palabra “materia” como partenaire conceptual, también juega con la palabra “contenido”, en otro registro dual no menos fundamental que el primero. De ahí que los valores de superficie –es decir los valores sensibles y/o matéricos– deban correlacionarse estrechamente, en la interpretación semántica de sus cuadros, con los valores vitales –es decir los valores simbólicos o de contenido– que salen a flote/emergen de la lectura global de sus propuestas pictóricas.

En esas obras se enmascara una sorda búsqueda de problemas, a través de ciertos rastreos de soluciones. Cuántas veces, el hallazgo de concretas opciones plásticas no son otra cosa más que el descubrimiento de la parte visible de un insondable iceberg, que nos condiciona sin saberlo. De nuevo la metáfora de la superficie y del trasfondo. De nuevo la tensión entre las imágenes y los significados.

Hay que reconocer que en buena parte de la acción artística actual ha rebrotado el interés por la figuración, pero sin querer asumirla sólo en su histórica refluencia. No se trata de una simple recuperación o de una relectura más, rescatada de las huellas del pasado. Más bien se trata de enfrentarse a las herencias del ayer aunque con nuevas y eficaces fórmulas de reajuste. No en vano la última historia próxima del siglo XX pesa sobre nuestras lecturas de la dilatada historia anterior. Y ni las unas ni las otras pueden darse sin contagio y sin contaminaciones plurales.

De ahí que una de las categorías estéticas de nuestra época más visitadas/utilizadas –a veces en secreto cultivo y otras en alardes excesivos de conversión– sea la “transvisualidad”. Es decir la visión de unas imágenes a través de otras, de unas estrategias por medio de otras, de unos procedimientos en contaminación o ambivalencia con otros. No puedo evitar referirme a ella, una y otra vez, al sondear las actuales poéticas de la pintura emergente.

El problema radica en ese fondo interactivo de opciones y reencuentros inevitables que nos fuerza –transvisualmente– a buscar soluciones diversas para satisfacer aquella demanda insaciable de opciones hibridas de recuperación y de relecturas. No en vano, en ellas se refugia y se hace fuerte un modelo consensuado de creatividad.

Creo que Fernando Jiménez se mueve, de hecho, en esta coyuntura, en la que igualmente se ejercitan y sobreviven otros colegas y compañeras de su generación, buscando cada uno, pari passu, su propia fórmula. Da la impresión de que siguen el mismo ritmo excitante de búsquedas y de experiencias, mediante estrategias quizás distintas pero asimilables en sus respectivas diferencias, sobre todo a través de la pintura o de la escultura, aunque sin relegar tampoco otros medios, en el complejo panorama actual.

En esta indagación de opciones, a menudo se pasa del cuidado equilibrio de los inicios al desbordamiento coyuntural posterior, de la búsqueda de una pautada armonía a la directa violencia resultante, de la experimentación cautelosa a la irrupción sistemática y decidida de la saturación.

¿No podemos acaso encontrar, explícitamente, esa situación de pugna e investigación en la presente muestra que ahora nos ofrece Fernando Jiménez? Hasta ahora sólo intermitentemente había podido seguir sus pasos, de concurso en concurso. Y ya había rastreado este inicio de opción transformadora. Pero ahora, al estudiar el conjunto de las piezas que componen esta exposición, no he hecho sino confirmar aquella tendencia, un tanto generalizada, que previamente se ha apuntado, de la presencia de una intensa voluntad transgresora –en ese diálogo de relecturas– ejercitada en la búsqueda contaminada/contaminante de una figuración que quiere ser diferente a fuer de sesgar recursos plurales en su entorno y sobre su mismo desarrollo.

La verdad es que ejercitarse en la búsqueda de un lenguaje personal, en el contexto de las artes plásticas –por movernos ahora en esta amplia franja artística– nunca ha sido fácil ni cómodo. Pero tampoco lo es ahora, en esta primera década del siglo XXI que ya finaliza, en la que han coincidido, por una parte la multiplicación numérica de planteamientos simultáneos, que desean y aspiran todos ellos a ser originales, por otra nos ha llegado la globalización más radicalizada y, además, la crisis se ha transformado en omnipresente como inevitable contexto común.
En tal rompecabezas –como combinación de estrategias– nos movemos y se mueven las generaciones copartícipes del mismo presente, mirando de reojo las aportaciones ajenas, mientras rastreamos por igual la historia y la vida, deseando hallar nuestras propias huellas en ese camino común.
Justamente en tal marco, nos topamos con los juegos expresivos de la pintura de Fernando Jiménez, queriéndonos hablar de la vida y de la pintura, de sí mismo y de su entorno, de la historia y de sus miradas personales. Y mientras, el dibujo/la forma resiste, la pintura lo invade todo, el pálpito humano devora la pintura –¿o es al revés?– y la mirada sobrecogida no relaja su sorpresa. De propuestas como “Cicatrizado”, “Trasfondo”o “Remake”, por citar concretamente algunas de sus pieza, pasamos a “Aspaviento”, “Como gato mojado” o “Elfe-flow” en una clara intensificación del recurso a la propia pintura, como elemento intermitente o como omnipresencia apabullante, como contraste perceptivo enriquecedor de las formas sometidas al diálogo mutuo o como radicalización de la “sobre-pintura” invasora del sujeto/objeto de la representación. ¿Puede ser algo más que una metáfora lo que nos ofrece Fernando Jiménez en este cruce de decisiones?

Sin duda, esta estadía estética en que nos encontramos y que forma ya parte de nuestra historia será transformada, pulso a pulso, quizás mañana mismo. La inquietud y la celeridad nos acogota a todos y necesitamos, en compensación, buenas dosis de paciencia y perpetuo reciclaje. Solicitemos, pues, un cierto remanso para la acción artística. Se trata, ni más ni menos, de un modo de conocer/comprender la realidad, de una manera de transformar y de reformular nuestra visión del mundo, para hacerlo, al menos algo más habitable y sostenible. Y, aunque sea urgente poderlo lograr entre todos, creo que sobran las prisas.

Valencia, junio 2010.